miércoles, 6 de julio de 2011

Erase una vez...


Me llamo Pelayo y tengo 19 años, de los cuales pasé 17 cagándome en mi madre, mi padre, mi abuelo, y el reconquistador ¿Quién coño le llama Pelayo a su hijo? ¿Tan evidente era que fui un error? ¿Un condón roto? ¿Una botella de Moët Chandon que se les subió a la cabeza?

La verdad, a día de hoy, ni lo sé ni me importa, pero cuando era un niño odiaba mi nombre; quería cambiarlo por Jonhatan pero, afortunadamente, la ley no me lo permitió. Nací un 26 de Diciembre en el barrio de Salamanca, en Madrid; mamá y papá estaban de visita en casa de los abuelos y yo decidí nacer en la que, hasta hoy, sigue siendo mi ciudad favorita.

Papá y mamá vivían en Ferrol, ciudad en la que mi padre, oficial de marina, estaba destinado. Según él, debido a sus grandes méritos, en mi opinión, a mi padre lo desterraron. Sinceramente, esta parte de mi vida no importa una mierda.

Fueron 17 los años de monotonía viviendo en Ferrol; cuatro pijos mal puestos que no han ido más allá de “La Coru”, un par de canis sueltos y una docena de pobres desgraciados que no saben por qué están allí. Todo una gran cagada: insultos por ser diferente, el típico pesado que te amenaza por algún motivo insustancial y unas doscientas personas que se mueren de envidia porque tienes todo lo (material) que quieres.

A pesar de la escoria y el populacho, hubo un día clave en mi vida ferrolana: la tarde en la que conocí a Nekane. Supongo que os sonará su nombre. Nekane era una de esas canis que andaban sueltas por la "ciudad" pero terminó sorprendiendo cuando vi que era una buena pieza.

Nos conocimos en verano; nos presentó una amiga mía en común (sabe Dios de qué se conocían). El contraste era evidente: yo llevaba unos shorts, que mi madre me había comprado en su último viaje a Londres, una camisa de lino y las Ray Ban Wayfarer. Por el otro lado, ella se embutía en un vestido que le tapaba menos de lo que enseñaba y sostenía su mediocre porte sobre unos tacones mustang blancos de chupame la punta. Siempre he creído que se dio cuenta de mi cara de asco al darle dos besos; no tuvimos una primera vez demasiado exitosa aunque, como ella misma diría, no existen primeras veces exitosas.

A mí no me importaba conocer a una cani más, el problema surgió cuando el primer día de clase el único sitio libre estaba a su lado, nuestras caras lo dijeron todo, “¿Un año al lado de esta? Yo dejo de estudiar.” Hice de tripas corazón y me senté a su lado, tal y como me había educado mi (asquerosamente pija y refinada) abuela, la salude, le pregunté qué tal e hice un comentario ingenioso sobre alguien de la sala. No paraba de pensar en que me quedaban seis horas de suplicio, y cuando estaba al borde del suicidio, la chiquilla hizo un comentario ingenioso, mira tú por dónde, la niña sería cani, pero tenía su gracia, por lo menos me alegraría la mañana.

Imaginaros la cara de sorpresa que pusieron mis amigas cuando me vieron aparecer con ella en el recreo. Horas antes yo tampoco me lo habría creído, pero lo que pasó durante aquellas horas de clase fue algo mágico, y aquella cani me hizo aprender una lección que no he olvidado desde aquel día, no te dejes guiar por las apariencias, lo mejor siempre está en el interior. Y aun encima la muy hija puta me había calado, yo guardaba como mi mejor secreto mi homosexualidad, pero ella, ya lo sabía. Sí, ¿que te esperabas? ¿Cómo no voy a ser gay con este nombre? 

Así empieza mi historia, mi verdadera historia, una historia plagada de hombres, fiestas, champagne y al fin y al cabo, como todas las demás, desgracias, exámenes y como no, malfos.

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